«Del Dios que habla al Dios que nos habla»
Domingo del Tiempo Ordinario − Ciclo “B”
A lo largo de nuestra vida hay momentos en los que la voz de Dios suena clara y fuerte, mientras que en otras ocasiones apenas se siente y con dificultad se escucha. Normalmente, no depende de la Voz misma, sino de nuestros oídos: a veces atentos, a veces renuentes. Las lecturas del II Domingo del Tiempo Ordinario nos presentan este aspecto central de la vida cristiana, porque la misión de la Iglesia, como la de cada creyente, tiene siempre el punto de inicio en la respuesta a una Voz que llama.
Iniciamos en este Domingo el Tiempo Ordinario, después del Adviento y de la Navidad. Comenzar un proyecto o una nueva etapa es un reto, un desafío, que se presenta cargado de dificultades y oportunidades. En efecto, el Tiempo Ordinario nos ofrece un nuevo marco para encontrarnos con Dios en lo cotidiano, en lo sencillo, en las cosas de cada día. Este encuentro, que se produce en la normalidad, es clave para poder descubrir a Dios en los momentos especiales. Para poder reconocer la Voz que llama en lo extraordinario, es necesario haberla escuchado en lo Ordinario. En otros términos, si el creyente no se encuentra con el Misterio en el Tiempo Ordinario, tendrá dificultades para contemplar a Dios en los tiempos fuertes y en los grandes acontecimientos.
El tiempo en el que se coloca la llamada de Samuel (1Sam 3,3b-10.19) es un momento difícil de la historia de Israel, por diversas razones. A nivel político, los filisteos constituyen una amenaza, debido a las constantes incursiones en el territorio de Israel. A nivel religioso, la imagen del “adormilado” sacerdote Elí representa las dificultades del pueblo para recordar a Aquel que lo había hecho salir de Egipto y lo había conducido a la tierra prometida. Sin embargo, a pesar de todo ello, la voz del Señor sigue sonando, débil y confusa, no por quien habla, sino por quien escucha. La respuesta de Samuel, no la primera, ni la segunda, sino la tercera vez, se convierte en modelo de disponibilidad del creyente de cualquier época. Sorprende la fuerza del imperativo empleado por Samuel: «¡Habla!» (1Sam 3,10). Se trata de una petición, casi una exigencia, de un niño a Dios, como queriendo decir: Señor, no dejes de hablarme; Señor, no dejes de llamarme por mi nombre. La acogida de Samuel, del pequeño niño, se convierte en modelo paradigmático de escucha, porque los pequeños, antes de pronunciar grandes discursos, nos regalan frases de una profundidad asombrosa: «¡Habla, que tu siervo escucha!». El evangelio (Jn 1,35-42) ofrece una conversación entre Jesús y sus dos primeros discípulos. Se trata de un buen ejemplo del lenguaje simbólico de Juan. En un primer sentido, se habla de la morada de Jesús, sin embargo, la terminología empleada, remite a un segundo nivel de comprensión, que aborda la cuestión fundamental de la revelación. En efecto, la pregunta «¿Qué buscáis?» puede tener una respuesta inmediata en el texto, aunque la estrategia comunicativa ofrece una nueva posibilidad de comprensión, más allá de los límites literarios. De esta manera, el interrogante formulado por el Maestro permanece abierto para todos los lectores del evangelio de Juan, es más, esta cuestión inicial da pie a nuevas preguntas: ¿Qué buscamos?; ¿A Quién buscamos?; ¿Dónde lo buscamos? Jesús es quien toma la iniciativa en la conversación –en el Antiguo Testamento, también Dios da el primer paso− ofreciendo la posibilidad de respuesta a los discípulos que, en realidad, genera nuevas preguntas. La respuesta de los dos discípulos («¿Dónde vives/permaneces?») vincula su búsqueda −¿también la de los creyentes de hoy?− con el lugar de la vida verdadera, con el lugar donde sentido, seguridad y plenitud pueden ser hallados y, por tanto, con la persona de Jesús. La propuesta del Maestro, «Venid y veréis», en diálogo con el imperativo del niño Samuel, ofrecen una nueva promesa: Dios que habla, Dios que muestra; Dios que nos habla y Dios que se nos muestra.
Isaac Moreno Sanz
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