CUARTO DOMINGO DE CUARESMA.

 «El destierro es el camino; el retorno la esperanza»  

IV Domingo de Cuaresma − Ciclo “B” 

 

 

 

Las lecturas de este domingo IV de Cuaresma ponen de manifiesto la alternancia entre las manifestaciones y actuaciones de Dios en la historia de la salvación y la infidelidad y distanciamiento del hombre como respuesta. 

La primera lectura (2Crón 36,14-16.19-23) ofrece, en el último capítulo del libro, un breve y rápido resumen de los acontecimientos vividos desde la muerte de Josías hasta el exilio de Babilonia. Al omitir algunos elementos, se pone de relieve la consideración del exilio como un hecho trágico, pero ya concluido y lejano en el tiempo. Se trata de un recuerdo, y como tal sirve para pasar las cosas por el corazón. El verbo «recordar» viene del latín  y está formado por el prefijo «re-» (de nuevo) y «cordis» (corazón). Recordar quiere decir mucho más que tener a alguien o algo presente en la memoria. Significa «volver a pasar por el corazón». El edicto de Ciro, recordado precisamente al final del libro, abre a Israel a una nueva esperanza, paradigma de las nuevas esperanzas del creyente. Aunque el pasado se presente roto, es decir, incompleto, en realidad nunca estuvo entero del todo: Dios nunca abandona a su pueblo, ni siquiera en los momentos más difíciles. 

El final de la primera lectura (2Crón 36,22-23) contiene una versión, probablemente retocada, del edicto de Ciro, con el que el rey de Persia (538 a.C.) permitió la vuelta a Jerusalén de los judíos deserrados. Un rey pagano puede ser enviado por Dios, al igual que el pueblo de Dios puede responder con infidelidad o falta de compromiso a su propia vocación. El edicto de Ciro no presenta el comienzo de una fatigosa tarea de reconstrucción (cf. Esd 1,1-4), sino el grito de triunfo y de liberación. Ese grito, en medio del camino cuaresmal, se producirá en forma de pregón en la celebración de la Pascua, cuando exulten los coros de los ángeles, goce la tierra y se alegre nuestra madre, la Iglesia, al proclamar que Cristo ha vencido a la muerte. 

En el evangelio (Jn 3,14-21) Juan subraya que la acción de Dios es para salvar, no para condenar ni destruir. Jesús vino −más bien habría que decir, sigue viniendo− para dar vida en plenitud a quienes estén dispuestos a aceptarla (Jn 10,10). La reacción ante Jesús y su misión, siempre desde la libertad de la persona, determinan el juicio: «El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado». Sin embargo, ni siquiera las palabras de juicio significan, desde la perspectiva del Dios-Amor, una sentencia de condena, sino una nueva oportunidad de conversión. Dios no quiere que perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Es por eso que «el amor es una actividad, no un efecto pasivo» (Erich Fromm), que requiere de la conversión, no como punto de partida puesto que el Amor de Dios es gratuito, sino como respuesta creyente, fiel y comprometida: con Dios, con el prójimo, con nosotros mismos.  

La Cuaresma se representa como una oportunidad de conversión, una ocasión de cuarenta días para recordar el amor primero (cf. Ap 2,4-5). Al volver a pasar por el corazón el exilio, suena con fuerza el regreso y la esperanza del pueblo (primera lectura). Si se vuelve la mirada sobre Moisés y el desierto es para destacar la cruz de Cristo, que constituye el paso del hombre de las tinieblas a la luz (evangelio).  

En esta Cuaresma es necesario contemplar el pasado con ojos creyentes, recogiendo la experiencia y la fe de nuestros mayores: «podemos buscar juntos la verdad en el diálogo, en la conversación reposada o en la discusión apasionada. Es un camino perseverante, hecho también de silencios y de sufrimientos, capaz de recoger con paciencia la larga experiencia de las personas y de los pueblos» (Fratelli Tutti, 50). En este camino cuaresmal se oye el silencio elocuente de un pueblo que regresa del destierro, de Dios que sigue siendo fiel a sus promesas y de la humanidad que, a pesar de sus distanciamientos, regresa continuamente de Quien da vida en plenitud. 

 

Isaac Moreno Sanz 

  


sábado, 6 de marzo de 2021

TERCER DOMINGO DE CUARESMA.

 «Del tiempo de las respuestas al momento de las preguntas»  

III Domingo de Cuaresma − Ciclo “B” 

 

 

La relación entre el relato de las tablas de la Ley (primera lectura) y la conocida como purificación del Templo (evangelio) puede llegar a ser más estrecha de lo que se puede imaginar: en ambos pasajes se cuestiona a los creyentes sobre la percepción de Dios. Veamos, en este III Domingo de Cuaresma, cómo la Ley y el Templo −pilares de la fe para el pueblo de Israel− pueden sostener y cobijar a los creyentes o, por el contrario, pudieran terminar convirtiéndose en lo que nunca fueron, es decir, obstáculos para el encuentro de Dios con su pueblo. 

La primera lectura (Éx 20,1-17) contiene las «Diez Palabras». De esta manera, define el autor del libro del Éxodo los imperativos que la tradición cristiana conoce como «los Diez Mandamientos». Así se proporciona una clave de interpretación del resto del pasaje, ya que, ante las palabras se puede responder con diálogo obediente. Es necesario, siempre, volver al texto bíblico para contemplar, con una mirada nueva, la revelación de Dios, que en realidad nunca es antigua. El paso de los siglos, las relecturas sesgadas, la imparcialidad subjetiva o cualquier otro factor, puede dejar, incluso con la mejor de las intenciones, matices moralizantes ajenos a los textos bíblicos. En este caso no se encuentran ni siquiera en el texto, sino en el título que damos al mismo: «Los Diez Mandamientos». Es necesario, por tanto, revisar los títulos y los encabezamientos de los pasajes bíblicos para que no acaben en etiquetas indelebles, que impiden a la Palabra dialogar con el hombre; que dificultan la revelación de Dios a su pueblo.  

Las Diez Palabras o los Diez Mandamientos son un don de Dios al hombre. Diez fueron las palabras en el relato de la creación («Dios dijo») que se muestran como un acto de amor gratuito: un amor en relación, en diálogo y en respuesta. Así es como comienza el Decálogo: «Yo soy tu Dios» (Éx 20,2), ante lo cual el creyente responde, a lo largo de su vida: «Tú eres mi Dios, te doy gracias» (Sal 118,28). Esta respuesta, con la que Iglesia reza en los salmos recibidos del pueblo de Israel, es un diálogo, porque a las Diez Palabras solo se puede responder desde el agradecimiento, desde la entrega y desde la obediencia responsable. 

El Templo, en analogía con la Ley, parece que es el protagonista en el evangelio de este Domingo (Jn 2,13-25). El Templo remite al encuentro con Dios, porque el verdadero problema, la cuestión importante es: ¿Dónde habita Dios? ¿Dónde se puede encontrar? El autor de Hechos ofrece una respuesta, aunque en realidad presenta el mismo interrogante que el profeta Isaías a quien cita: «el Altísimo no habita en edificios construidos por manos humanas, como dice el profeta: Mi trono es el cielo; la tierra, el estrado de mis pies. ¿Qué casa me vais a construir −dice el Señor−, o qué lugar para que descanse? ¿No ha hecho mi mano todo esto?» (Hch 7,48-50).  

En realidad, el protagonista de Jn 2,13-25 no es el Templo de Jerusalén, sino Jesucristo. La novedad cristiana sobre el Templo, que ya no existe cuando se escribe el evangelio de Juan, está precisamente en Cristo: el cuerpo glorioso del Crucificado se convierte en lugar del encuentro universal entre Dios y todos los hombres. La función del Templo, hecho de piedras, se cumple ahora en el cuerpo de Jesucristo.  

En este momento podemos afirmar que ha terminado el tiempo de las respuestas y comienza el momento de las preguntas. La cuaresma no es un camino solo hacia Jerusalén, sino una subida hacia Dios (cf. Jn 2.13); no se trata de entrar en el Templo como si fuese la llegada a una meta, sino alegrarnos de que Dios habite siempre en nosotros (cf. Jn 1,14); no se pretende que acatemos los Mandamientos como si fuésemos autómatas que reciben órdenes externas, sino dialogar, responder y amar a Dios que nos amó primero (1Jn 4,10). Aunque suene atrevido, cuando alguien es únicamente obediente cumplirá alguno –muchos, en el mejor de los casos− de los mandamientos; cuando se ama, se crean nuevos mandamientos ¿No consiste en eso el  mandamiento nuevo: «que os améis unos a otros; como yo os he amado» (Jn 13,34)? 

 

 

Isaac Moreno Sanz