sábado, 20 de febrero de 2021

REFLEXIÓN DEL PRIMER DOMINGO DE CUARESMA.

 «El arcoíris, donde el Sol y la lluvia se besan» 

I Domingo de Cuaresma − Ciclo “B”



El tiempo de Cuaresma inicia bajo el arcoíris, signo de la alianza que Dios establece con la humanidad y con toda la creación. En este caso, el arco no es el arma que amenaza al hombre, sino el signo del pacto: Dios no tensa su arco, sino que ofrece un nuevo inicio con el arcoíris, paradigma de todos los nuevos inicios que tendrán lugar en historia. Llegará un momento en el que se contemplen el cielo nuevo y la tierra nueva y el mar ya no exista (Ap 21,1), mientras tanto, el recuerdo de la alianza después del diluvio sirve para iniciar nuevos caminos, como el de esta Cuaresma.

La primera lectura (Gén 9,8-15) narra el inicio de la creación nueva después del episodio del diluvio, que representa el renacimiento de la humanidad y de la creación. El diluvio –con el motivo ambivalente de las aguas− es un bautismo purificador: la primera humanidad muere en el signo de la violencia creada por el hombre (Caín y Abel; canto de Lamec…), que se había alejado del inicio que Dios vio como muy bueno (cf. Gén 1,31). Al leer esta lectura, al inicio de la Cuaresma, la alianza con Noé y con sus hijos se presenta como un abrazo a todas las esperanzas del hombre y de la creación, sin excepciones. Se trata de un beso entre el Sol y la lluvia, metáfora del beso de Dios a la humanidad. El arcoíris, que abarca a todos y a todo, no excluye, sino alcanza: ¡Cuántas exclusiones se han producido después de aquel signo! La humanidad, pecadora; la creación, limitada, parten de un Dios fiel a sus promesas y a su alianza, que ofrece nuevas oportunidades de reconciliación, de encuentro y de conversión.

La llamada a la conversión que Jesús dirige al inicio del evangelio de Marcos (Mc 1,12-15), proclamado al inicio de la Cuaresma, es una llamada a tomarse en serio el proyecto de la creación, es decir, la historia de la salvación. Tal y como Marcos expresa en griego la tentación, parece que se quiere indicar que la duración es constante, una especie de condición de vida para Jesús y para sus seguidores. El hecho de que se sitúe al inicio de su ministerio público, no excluye otras tentaciones porque, en realidad, nunca se superan del todo. La tentación requiere, por parte del creyente, una atención constante, un desierto que no tiene confines o unos cuarenta días que se convierten en años. En el desierto, los abrazos y los besos de Dios son un oasis de amor, paz y esperanza.

Marcos une en el desierto (cf. Mt 4,1-11; Lc 4,1-13) elementos aparentemente extraños: la tentación; la convivencia de Jesús con las bestias salvajes; el servicio de los ángeles. El punto de partida es el desierto, donde todo tuvo inicio para Israel (cf. Jer 2,2). Se muestra que la victoria es posible: el desierto puede florecer; la tierra inundada por las aguas del diluvio puede germinar de nuevo; el paraíso perdido puede ser alcanzado. El tiempo de Cuaresma, entendido como un desierto, significa recuperar esta esperanza, no como un sueño, sino como fe en la creación y en la promesa, como muestra de la posibilidad de volver a Dios si es que en algún momento el creyente se ha separado de Él.

La Cuaresma es una nueva oportunidad, que debe suscitar en nosotros un sentido de reconocimiento y ayudarnos a salir de nuestras comodidades. La convivencia con la tentación, con la enfermedad o con las limitaciones del hombre –en nuestras vidas, en la Iglesia y en la sociedad− se nos ofrece una nueva posibilidad para cambiar el rumbo, para responder a Dios que nunca interrumpe el diálogo de salvación con la humanidad. El desierto puede evocar las soledades del hombre; el diluvio, lo que desborda la capacidad humana; el arcoíris, el beso de Dios a la humanidad. De esta manera, el recuerdo de la alianza se convierte en semilla de la esperanza para quien habita en el desierto, para el que se reconoce desbordado y para quien necesita del beso y del abrazo de Dios. 



Isaac Moreno Sanz

 


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