«El dolor: Grito, lamento y esperanza»
V Domingo del Tiempo Ordinario − Ciclo “B”
Las lecturas de este domingo V del Tiempo Ordinario ponen de manifiesto uno de los grandes enigmas del hombre: el dolor. Partiendo de uno de los monólogos más elocuentes del libro de Job, se introduce la acción de Jesús ante muchos enfermos y poseídos (Mc 1,29-39).
En el capítulo 7, Job se dirige a Dios, puesto que con sus amigos −Elifaz, Bildad, Zofar− el diálogo es imposible. Los amigos hablan de Dios, Job habla con Dios: ¿no es acaso esto último la oración? Se dirige a Dios en un momento de sufrimiento extremo, donde nada parece tener sentido, porque la oración ante el dolor no puede ser una sonrisa, es inevitablemente un grito, un lamento. En este grito utiliza varias imágenes: el jornalero, incapaz a la hora de tomar decisiones; el esclavo, maniatado ante la libertad; la lanzadera, aprisionado ante la fugacidad de la vida. La última imagen, la lanzadera, instrumento del telar que pasa de un lado a otro de la trama alternativamente por encima y por debajo de la urdimbre, representa la vida como el ir y venir alterno e inquieto (cf. Ecl 1,2-11). De esta manera, cada vez que se añade una línea a la tela de la vida, disminuye la esperanza de terminar el dibujo, porque a Job, en cualquier momento, le cortarán de un tirón la trama. ¿No es acaso la mejor opción? Job se lamenta diciendo «al acostarme pienso: ¿Cuándo me levantaré? Se alarga la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba?» (Job 7,4).
Después de estos gritos y lamentos se presenta a Jesús, en el evangelio, situado en el centro de una humanidad sufriente. El sufrimiento se presenta, en primer lugar, en el rostro de una mujer que llevaba tiempo conviviendo con la enfermedad. El evangelista, antes de presentar una muchedumbre anónima, realiza un primer plano, donde el dolor se aumenta, porque para el cristiano no hay enfermedades, sino enfermos; no hay sufrientes anónimos, sino rostros concretos que conviven con el dolor. La proximidad de Jesús y la superación de las barreras (¡cuántas barreras son colocadas ante el dolor!) permite a la suegra de Pedro ponerse al servicio, no solo de Jesús, sino de todos. El silencioso grito de dolor de la suegra de Pedro ante Dios se transforma en elocuente servicio a los hermanos. El texto resume otros encuentros, en medio de un anonimato que incluye a los lectores del evangelio: como espectadores; como protagonistas; como testigos. El dolor del prójimo, por desgracia, siempre será dolor a mitad; nuestra fe, gracias a Dios, siempre será esperanza compartida.
Leyendo el libro de Job, el problema del dolor parece que no encuentra una verdadera respuesta. Ni siquiera la jornada modelo de Jesús en Cafarnaúm (Mc 1,21-38), donde cura a muchos, pero no a todos, ofrece una solución al dolor. Será la muerte y la resurrección de Jesús la que transforme la muerte –expresión suprema del dolor– en vida. Al final del libro de Job se intuye la esperanza: «te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos» (Job 42,5); al inicio del evangelio de Lucas se anuncia la esperanza para todos los pueblos: «ahora, Señor, según tu palabra, puedes dejar a tu siervo irse en paz; porque mis ojos han visto tu salvación» (Lc 2,29-30). De esta manera, el dolor que se expresa en diferentes gritos y lamentos, se convierte en esperanza; la muerte no es la palabra definitiva. Nuestras comunidades cristianas están necesitadas, cada vez más, de personas que acompañen en el sufrimiento; de creyentes que anuncien la esperanza en medio del dolor; de oídos que escuchen los gritos de lamento (¡Tantas veces dirigidos a Dios!); de voces que anuncien la Voz de la esperanza.
El Evangelio, anunciado por Jesús, es la semilla de la esperanza, sembrada precisamente en el corazón del sufrimiento. Ante los acusadores del hombre, como podían ser los amigos de Job, no sirve solo el grito desesperado, sino ver brotar la esperanza que, como la suegra de Pedro, se pone al servicio de los hermanos.
Isaac Moreno Sanz
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